viernes, 10 de septiembre de 2010

ENGAÑÉ A LA MUERTE




AUTOR: JUSTO ALDU



Todo parecía ir bien en mi vida. Tenía una buena familia, todos me querían y yo los quería a todos. Aún vivían mis padres y aunque ancianos se conservaban en buena salud. Constantemente los visitaba y les reiteraba mi profundo amor por haberme dado la vida. No había reproches en ese sentido. Solo había algo en mi vida que me traía inquieto desde hacía mucho tiempo. Tanto que casi no recordaba desde cuando comenzó mi suplicio, solo recuerdo que fue de muy chico, desde que comprendí que mi nombre llamaba mucho la atención a otros niños, los que se burlaban y me ponían todo tipo de sobrenombres para hacerme mofa y divertirse a costillas mías. Desde entonces mi vida fue en ese sentido un calvario. Todo a causa de ese bendito nombre: Tartufo.
Los demás niños se reían tanto mientras yo lloraba que poco a poco lo fui superando.
Ya de adulto decidí que no podía seguir en este calvario y tomé una decisión. Una decisión que cambiaría mi vida para siempre y acabaría con el martirio de las críticas y los motes que tanto daño me hicieron. Decidí cambiar de nombre. Decidí llamarme Alberto. Sí, ese parecía ser un nombre más común, menos complicado y no se prestaba para burlas.
Un buen día, me levanté temprano, me dirigí al Registro Civil e hice todos los trámites ante esa entidad. Debía ser lo más rápido posible. No podía seguir siendo blanco de las burlas y de los comentarios de tantas personas que solo asomaban una risita al averiguar cómo me llamaba.
Decían oye tarti: Tu mamá no te quería compañero, francamente te asesinó con ese nombre: Tartufo. Acto seguido una inmensa carcajada llenaba el lugar y todos la seguían con pequeñas risitas y miradas de soslayo.
Cuando me entregaron mi nueva identidad me sentí feliz, pero la felicidad duró poco. Un mes después, me detectaron cáncer. Estaba muy avanzado, tenía pocos meses de vida y pensaba que no me había durado mucho la alegría de saberme no burlado nunca más por ese ridículo nombre. Ahora por lo menos moriría como Alberto y no como Tartufo. Por lo menos en mi lápida habría un bonito nombre: Aquí yace Alberto, murió feliz.
El mes pasó rápido, la hora de mi partida llegaba. Yo no estaba triste, estaba tranquilo. Esperaba mi final con la frente en alto, erguido, enhiesto, orgulloso de tener un nombre normal.
Llegado el momento, me internaron en el hospital hasta el final de mis días.
No estaba nervioso cuando cuándo la vi recorrer los pasillos del nosocomio. Su silueta era alta, muy alta, su rostro no se podía distinguir porque lo cubría un capuchón negro, solo se veían sus ojos brillar. En su diestra portaba el distintivo: La hoz. Si, era la muerte. Sabía que venía por mí. La esperé pacientemente. Tan paciente, que casi me sorprendió cuando pasó de largo. No sabía qué pasaba. Tal vez habría otro en la lista al más allá, no lo sé.
Cuando todo pasó. Me levanté de la cama muy despacio y me dirigí al salón principal. Estaba asombrado. Juré mil veces que había llegado la hora. Pero mi sorpresa fue aún mayor. Sentados en una hilera de bancas, tres ancianos conversaban en voz baja, me acerqué lentamente y antes de que pudiera emitir palabra, levantaron la mirada y sonrieron.
-Aún no te toca. Dijo uno de ellos
-Faltó poco. Tal vez el otro año, je, je, je. Añadió otro.
Lo más sorprendente fue lo que dijo el tercero:
La muerte vino por Tartufo, pero tú te llamas: Alberto.

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