sábado, 1 de febrero de 2014

PLUTARCO (Una historia como pocas)

En estos momentos Plutarco agoniza
Bueno, a eso se dedica en estos instantes para ojos profanos. Y como tengo la costumbre de no meterme donde no se me llama, he creído oportuno no interferir en esa importante actividad de su vida. Su muerte. Entre mis delicadezas poseo la de no medrar con el dolor ajeno. Por lo tanto soy escrupulosamente individualista, pero me asaltan pensamientos y siento ese deseo irrefrenable de escribir el suceso de Plutarco tan solo para que otros puedan verse reflejados en ésta historia y hacer lo que deban si llegase el caso y de paso acabaría con mi angustia.

Por eso, ésta es la vida de Plutarco. Mejor diría, de su muerte…

Retrocedo desde aquí hasta el instante inicial, ese que toca con su final. Es decir, hablar de su nacimiento en el mismo instante de su muerte.

Todos los recuerdos huelen a cosa arrugada, a cosa tiesa, a cosa polvorienta. Y ahora que él no puede impedirme que desenvuelva el papiro de su historia, diré que él es descendiente de los hotentotes, presidente Ad vitam de la Asociación Internacional para la Erradicación de las Enfermedades piromaniacas, socio fundador de la liga pro defensa de los narcotraficantes, miembro de número de la Real Academia de Estudios Espaciales, Dr. Honoris causa de la Real Universidad de la Antártida Oeste y de la ilustre Universidad Nacional Mayor de San Agapito del Tránsito, y además pederasta, heterosexual y místico de la Iglesia de la Gnosis Ulcerada.

Plutarco nació en un callejón. Bueno, no exactamente, puesto que en lugares así solo proliferan seres de raza y tipo inferior, pero algo más o menos y de ésta manera pudo aplicar a su vida el repetido slogan: “Del fondo hasta la cumbre”

Ese fue el lugar que Nona escogió para darle a luz. Ella utilizaba este hermoso diminutivo en virtud de que su nombre resultaba extenso para ser pronunciado con una sola emisión de voz. Su verdadero nombre era Agamenona. ¡Válgame Dios!

En esos tiempos Clito, su marido (Su verdadero nombre era Clitemnestro) había quedado impedido luego que regando insecticidas y productos químicos con un aparato esparcidor de insecticidas, fungicidas y germicidas en una plantación de algodón, sufrió la pérdida de la visión. Pero aclaremos, perdió la visión, pero aún contaba con otros órganos. Por lo que habiendo emigrado con Nona a la capital, se refugiaron como primera medida en aquel distinguido callejón y luego de haberse instalado en su mansión, procedieron como primera medida a probarla. En otras palabras, se dedicaron a utilizar los días, las noches, las tardes y todo momento que sus fuerzas se lo permitiesen a engendrar una dosificada y planificada tribu y el primer huésped recibido fue precisamente Plutarquito. El Clito, muy dado a las lecturas edificantes, pero ahora ciego, no podía recrearse leyendo al autor de vidas paralelas, por lo que prefirió hacer las paralelas sobre su mujer, de modo que a la inversa del Plutarco autor de aquella obra clásica, resultaba hoy con un hijo producto de ella.

Hecha esta introducción, refirámonos ahora el proceso clásico de la llegada al mundo de Plutarquito.





Como diría algún selecto historiador de la Real Academia de la Lengua y las Orejas de las Españas.

Al observar que ángulos y morbideces de su vientre adquirían abultamiento no comunes, la Nona, muy de pelo en pecho, emplazó a su honorable marido Clito con éstas palabras:

-Clito, si estás lo que se dice, jodido, y a pesar de que ves, sin embargo tocas y otras cosas más, te digo ahora que enseguida te me vas a la calle a traerme con qué llenarme la botija y la de éste lombriciento que me sembraste. Entonces el respondió:

- Pero Nona, qué culpa tengo , si cuando me cerraron los ojos, se me abrieron las ganas...

Ella ni lerda ni perezosa responde:

- El que siembra su yuca, que vea cómo la cultiva.

Y él, retobado:

- Ten compasión Nona, no veo nada

Y ella arguye:

-Si que puedes

Entonces él siempre remolón, responde:

- No m´ija, nada!

Y ella en sus trece:

- Si que puedes. Irás de pedigüeño por las calles pidiendo limosna

El le contesta:

- Tu `tas loca? ¿Yo, de pedigüeño?

Pero la mujercita, macha como ella sola, le dice:

- ¡No estoy loca, estoy desesperada!




Así fue que por las más céntricas calles de la ciudad, se podían ver desde aquél día, a una mujer timbona, desgreñada, chorreada y patizamba, que arrastraba en pos de sí a un hombre seco, entelerido, descriado y contrahecho, que ostentaba un detonante y hermoso color en su piel, amarillo ocre o más bien verde vejiga con una mirada lánguida, perdida, errática y dirigida siempre hacia arriba. Eran los más populares limosneros de la tribu de entes citadinos. Ellos, sufrientes, despreciados, pateados, zamarreados y hasta aguijoneados por los perros, herían los finos y delicados oídos de las secretarias lindas, de gentes lindas de gerentes elegantiosos y de damas emperifolladas, de niños gordos gordos y políticos nalgones y flacuchitos (De que los hay, los hay) de sacerdotes, matronas y meretrices con su continuo ulular:

- Una limosnita por el amor de Dios, una limosnita por el amor de Dios

Por eso algunos les daban dinero, otros les daban pan, ciertos malandrines hasta sus buenas jarras de cerveza pa´aguantar la jaria, algunas amas de casa, sobras de diez, veinte y cincuenta días de rancio y otros no les endilgaban ni mendrugos, ni sobras, sino reverendas patadas , escupidas y mentadas de toda su gloriosa quinta generación . Con tanta riqueza adquirida Nona y Clito, llegaron a perder la noción de tanto beneficio de la comunidad.
Nona, viendo de que a pesar que la Santa Madre Iglesia ordena y exige dar de comer al hambriento y techo al que no tiene, además de que los excelsos representantes del Comité de los "Human Rights" intervienen con éxito en manipulaciones alrededor de casos considerados de "priority" y de que además su enorme timba crecía y crecía y de que ahora no solo el crío se rebullía emberrinchado ahí dentro, sino que del hambre continua, gruñía y regurgitaba todo lo que la madre le enviaba a través de conductos y cañería internas de un modo alarmante y de que además llegado el tiempo ella en alguna parte debería dar a luz y eso no era cosa de parir,sino tal vez de mal parir, dadas las circunstancias anteriores, optó por ganarse la lotería.


Diremos como fue. Piscuñando aquí y rapiñando por allá logró reunir los centavos ¿centavos? para comprar una sábana sin que Clito lo supiera. El día señalado al saberse el resultado del sorteo respectivo , ella brincó toda estremecida hasta la última rendija del cuerpo y confió al marido de la hazaña de haber obtenido el gordo de la lotería. Munida entonces de esa gruesa, gorda y abultada suma, agarró de la mano al marido y echando por delante el tanque ruso de su vientre llegó a su callejón. Ese fue el instante que escogió la naturaleza para aliviarla de su carga y reventó. Dicho con palabras eufemísticas: "Dio a luz"

Plutarquito nació solo. Creemos que en ese momento estuvo acompañado de su mamá, dados los tiempos, pero a la Nona no se le quitaba lo macha, así que una vez aliviada su carga, fue y alquiló un apartamento, a conseguir una casa o a comprar un edificio. Lo mismo da. Ella si sabía lo que quería, además buscaba algo que la sacara de apuros de modo terminante y definitivo. Y por eso, solucionó el asunto ¡Compró una cantina!

Allí creció Plutarquito. En la cantina aprendió a beberse su mamadera. Dicho con más elegancia, en el club íntimo de su mamá. Las muchachas que ahí laboraban en beneficio de las reproducción sistemática de las espiroquetas , gonococos, sífilis y silfides de distintos colores, lo entretenían. ¡Como querían a Plutarquito! Le hacían regalitos., trajecitos, y le vestían de nena. Todo por quedar bien. Y Nona , que finalmente aprendió que el que está arriba debe por obligación explotar y exprimir al que está abajo; sabiendo que al malo hay que golpearlo y proteger al bueno. De modo que siendo esas mujeres malas, había que darles palo, robarles, exprimirlas, porque Dios castiga al malo y ensalza al bueno. Y al final de cuentas, sus clientes eran buenos, muy buenos, máxime desde luego, si tenían buen circulante. 

Clito, por otro lado, no veía , pero tenía un olfato de sabueso para los negocios, de tal suerte que aquella pareja bien pareja, el sabueso y ella domadora. El cosa que se le ocurría se lo comunicaba a su esposa y ella ni lenta ni tonta emprendía el negocio que fuera. Ella sabía que él sabía. Empezaron a comprar lotes de terreno para construir primero tímidadamente y después abriendo cuentas lograban financiación para mayores extensiones y luego extendiendo los brazos y abriendo las fauces realizando transacciones de tipo mayoritario. La emprendieron con empresas. Ahora se hacía de una fábrica o compraban acciones de esto u otro , ayudaban políticamente a sus amigos o colaboradores concluyendo por intervenir en mucho más de lo que deberían. Al cabo de de un tiempo inmiscuían sus pecadoras manos en movimientos pecuniarios de nivel internacional y de humosos y oscuros manejos pero muy claros beneficios. Nona y Clito llegaron a perder la noción de lo que poseían. Claro que la única noción que no perdieron es la que cada año situaban un rico y poderoso ciudadano más en el planeta.
Entonces ya no fueron simplemente Nona y Clito, sino Doña y Don... Y aprendieron a exigir, a mandar y a tener "roce" con personas de clase social ... de mucha sociedad asociada...
Ese fue el ambiente que les trajo Plutarquito . El niño Plutarquito para sus padres, sus honorables y respetables padres. Sus estudios fueron en Europa. Tenía un carro para cada día de la semana . Hablaba un montón de idiomas vivos y muertos y otros también moribundos. Se casó y de tal suerte no tenía chicas, ni "fiancés". Era todo de todo. Sus hermanos eran cada uno y cada una, gerentes, directores, representantes de empresas diversas y Asociaciones financieras múltiples. Lo que nunca pudieron eliminar era la asombrosa fecundidad de doña Nona, la que todos los años resultaba como por tradición exhibiendo un nuevo vástago. Y todo pese a sus añitos; si bien hubo un año en que no resultó gorda.
Ese fue el año en que murió don Clito. Pero es asunto de otra parrafada.


Era problema de hijos, sobrinos, hermanos, cuñadas y un batallón de parentela que le agobiaba. Todos habitaban en aquella ciudad, parecía un perfecto hormiguero. Don Clito al morir dejó un problema de alcances extragaláctivos. Primero fue la interminable serie de “ayes”que exhalaba a toda hora y por cualquier motivo. Claro que sus insignificantes motivos eran que tenía la sangre hecha un azucarero, su ceguera le estorbaba para todo. Contaba con un cáncer duodenal que le impedía comer, un enfisema pulmonar, dos costillas flotantes, que flotaban inmisericordes, rotas y aéreas, una urgente operación prostática, infección precipitada del hueso mastoides, hiperfuncionamiento del páncreas que le hacía mantener los alimentos putrefactos y por varios días en los intestinos, de tal suerte que engordó y se convirtió en una especie de reina de las termitas, gorda, gordísima. Sin movimiento y sujeto a la buena voluntad de quien le atendía. Despedía un untuoso olor a manteca rancia, a cosa manida, a carne en cecina, a posta mal cocida que mareaba. Ahora no podía realizar sus consabidas paralelas, ahora yacía bajo las espesas carnes de doña Nona. Ocupaba una histórica, venerable y unipersonal ventana de la sala. Desde ella pudo oír, mejor dicho, ver con sus ciegos ojos muchas cosas y atisbar aún más de lo que ojos profanos jamás verían, porque sus oídos afinadísimos, incisivos, escudriñadores, percibían las “eses” que los trasnochadores confeccionaban por las aceras de su frente cuando se pasaban de sus licores. Fue testigo de asaltos a las vitrinas de almacenes del sector, del primer beso que un atolondrado jovenzuelo guardia de seguridad hurtó con todas las de la ley a la criada de su mujer y fue testigo… bueno, eso merece ser contado. Y hay que abrir un paréntesis antes de su llorado, dolido y nunca bien ponderado deceso. Aquel suceso aceleró su muerte.

Ella empezaba a usar unas blusitas transparentes. La moda actual le permitía licencias en el vestir que antes nunca se habrían imaginado. Su piel admitía todo color dada la textura y el cálido tono que irradiaba. La misma moda exigía que anduviese hoy con sandalias, mañana con zapatillas y otro día con botas de amazona, tal vez con elegantes calzados de tacón alto o con cómodos mocasines. Su atuendo moderno y actual, permitía que el Rorro, pudiese toquetearla a su antojo, dentro y más allá de los límites permitidos o no. Este precioso modelo de chica era la hija de Plutarquito y el Rorro era su ídolo, su ícono. Y se repetía para sí. ¡Es que ese chiquillo tiene un perfil, tiene unos ojos… tiene una boca… tiene…! Ay no sé ni qué es lo que tiene, pero lo tiene!! Y una amiga suya le respondía interpretando gestos y almibaradas miradas:

- No chica, estás loca por él, eso es todo.

A lo que ella repetía:

- ¿Loca yo, loca yo? Ja, ja, ja, ja. No estoy loca, estoy enajenada.

Y el rorro tocaba, palpaba, metía la mano, metía su lengua… bueno, simplemente asunto de tocamientos y besuqueos daban como consecuencia la introducción hasta el fondo, hasta lo profundo de su pecadora lengua en la cavidad bucal. Y era asunto de todas las noches durante horas y horas, la manoseadera, los grititos que arañaban los oídos de arrullo celestial, el temblor, el quiebrecillo de la voz que amenazaba volverse añicos de gusto intenso y placer idem. Esto se reflejaba en sus oídos abiertos como pantalla GPS. Todo lo percibía con fidelidad estereofónica diabólica. En realidad no le hacen falta ojos al que oye bien. En eso Don Clito aventajaba al más avezado oidor de la colonia y de la inquisición. Por eso aquella noche los chilliditos, los besos tronaditos, los lloriqueos, el roce de prendas interiores sobadas y estrujadas entre manos desesperadas , el vaho, el clima, la atmósfera de hechizo que crean dos cuerpos jóvenes en momentos así y las vibraciones que emiten y que atraviesan las distancias para contagiar a todos de su frenesí, tenían entontecido al pobre viejo. Lo hacían sufrir, anhelar, sangrar íntimamente desde lo hondo de sus sensualidades. La voz achiquillada y maullante insistía:

- Rorro, rorrito… Rorro Galíndez… ¿Y cuándo es que me vas a violar?


A lo que un hipido de sorpresa contestó:

- ¿Violar?

Y ella imperturbable insiste.

- Si, violar… ¡Violarme!

El entonces responde:

- Sería “nice”, pero…

Ella respondía:

- ¿Pero qué?

El decía:

- Te admiro

Ella volvía a la carga:

- ¡No quiero que me admires, quiero otra cosa!

El regresaba:

- Si te voy a violar, pero cuando vea la pasta, los millones de tus cancamanes, entonces sí, cuando haya pasta, pero así sin nada… ¡Naaaa!

Entonces sonó la vocesita de ella:

- ¡Infame!

El, caprichoso terciaba:

- Qué te parece si nos perdemos de por acá, el ruco de la ventana aquella no nos quita el ojal de encima? 

Ella sorprendida y en vilo, volvió el compungido rostro para encontrarse con el descolorido y undívago mirar de don Clito. Aquel rostro suyo, tasajeado de arrugas por todas partes, hasta por la boca, miraba ¿Miraba? No, percibía, olía, aspiraba, succionaba la emoción que los cuerpos jóvenes exudaban. Y era tanto su embobamiento, su embrutecido embobamiento animal que no oyó las irreverentes palabras del Rorro.

- ¡Ay, es mi abuelo! Dijo ella.

Y él dice:

- ¿Tu abuelo?... Entonces dile que lo que necesitamos es un buen descule, necesitamos fafa para un despelote. Ja, ja, ja, ja. Yo creí que era Herman Monster escapado de la TV

Ella contesta:

- No me digas.

Y él replica:

- Sí te digo.

Entonces fue cuando los pies cobraron alas, las falditas levantadas y el miedo levantó polvillos de carrerillas que no terminaron hasta la puerta de la hermosa mansión de doña Nona, cuando el Rorro contagiado por un pavor cerval, arrancó también como un bólido en su mustang último modelo y se perdió en las penumbras de la noche.

Mientras allá en la ventana fisgona en la que tantas veces don Clito se enteró de las intimidades de los demás, sucedió lo que tenía que suceder al fin. Las palabras de los chicos llegaron a sus oídos. Ventanas de contacto entre la ceguera y la falsa realidad circundante y ¡Zas! De tal emoción al comprobar que aquellos que eran objeto de su pecaminoso espionaje resultaban ser su nieta y un hombre de apellido tal, el viejo reventó y entró en coma. Después de mucho luchar, su mujer lo trasladó a la cama.
Allá, descuadernado, exangüe y desmadrado, su imaginación agarró otra ruta. Imaginación era lo único que le funcionaba en el proceso de desmembramiento y aniquilación de aquel guiñapo. Porque su muerte, cosa curiosa, significaba algo así como ir poco a poco despojándose de todo lo importante que había querido en su vida. Primero los ojos. Con ellos perdió movilidad y paulatinamente toda acción física. Como no fuese la reglamentaria de colocar todos los años su semilla en las indiadas carnes de doña Nona y así fue perdiendo siempre algo. Aquella cruel revelación de que su nieta, su más querida nieta, quería ser violada por un desgraciado de aquél apellido del apellido que él había jurado exterminar fuese quien fuese, rompió en él todo contacto con la vida consciente. Y desde ese instante quiso retornar a la bruma de su niñez y proyectarse así de tal suerte que pudiese retomar hasta el mismo vientre de su distante nana…


Un pujido del viejo agrietó toda la tarde. Su cuerpo se tambaleó y se aguachó, la ley física del dolor lo doblegó y mordiendo un grito fue cayendo, cayendo, demorando en caer muchas eternidades, que iba recogiendo junto con los estremecimientos que sacudían aquella bolsa de hambres, decepciones y arrugas. El observó largamente seco sin mover un músculo de su rostro, ni del resto de su cuerpo aquel proceso. Afuera el viento hacía chas, chas, cuando azotaba las macollas de los huatales contra el pantalón. El dolor daba vueltas como un humo acre. Sí, todo aquello se le grabó dura y tercamente como se graba en la granítica roca con un buril. Desfilaron en su mente años de dolor, de trabajo, de desprecios. Años de huidas para dentro de su mismo odio. Y así mismo todos los terrores que trajo consigo su mujer cuando la conoció. Todo lo que ella le sembró como sus pupilas lejanas, sus párpados achinados, su vaho, su calor de mujer ordinaria, brutal, pero hembra por todos lados. Cuando volcaron uno al otro sus propios vicios, sus deseos, sus humores. Y en fin cuando reventado por la explotación inmisericorde traspasado de cansancio y necesidad aceptó aquel trabajo en el que finalmente para completar el cuadro, perdió los ojos.

Por eso consideró que nunca fueron tan útiles como ahora que los había perdido. Ojos que bebieron, que succionaron la muerte de su nana, solo eso merecían. Irse por otro rumbo, el del silencio de la ceguera. Solo una vez había visto al que robó el mezquino patrimonio que Clodo quería dejar a su hijo, solo una vez conoció al causante de su vergonzante orfandad. Pero solo esa vez bastó para grabarle con fuego y sangre la misión de su venganza. Y eso vivió con él durante eternidades y mientras viviera, la misión que esa venganza viviría. Pero ahora, así, vuelto para adentro de él mismo , ya esas cosas irían a parar al elegante nicho que su mujer había construido para la ostentosa, vulgar y rica familia de la que él era cabeza.

Llegó la vida y se detuvo rezumante, rabiosa, sudorosa delante de él. Y solamente el apellido de aquel gamonal pudo pescar en sus muchas preguntas hechas por aquí y por allá. Y ese maldito apellido lo guardó como tesoro dentro de la roca dura y seca que le servía de corazón. No para recordarlo. Solo para odiarlo cada vez más. Y para prometerse exterminar de aquel malvado aquello en donde el dolor se hincase más.

Y entonces aquella promesa se le metió para adentro y no había modo de sacarla,. Solo había uno. Y a ese se entregó.

Su entierro fue famoso. Una mueca que nadie pudo interpretar se fue junto con él. Y el único que pudo sentir el impacto de aquella interrogante de su padre, fue Plutarquito Y en su corazón, y en la cavidad de su cariño hacia ese padre ciego, testarudo y áspero que le tocó en suerte, creyó también recibir algo así como la responsabilidad que le dejó hacia los suyos, una especie de venganza incumplida. Mientras seguía cayendo la mañana durante aquel entierro indiferente. Plutarquito adivinó.


A don Clito lo enterraron frio como un pedazo de piedra de río. Rígido y con un rictus entre lo cómico y lo bravo. De todos modos el único que lo lloró fue su hijo Plutarquito. Lloró como Mario de Magdala, como el caballo de Hernán Cortés la noche aquella o como el burro de Nerón la otra noche aquella. Plutarquito había adivinado. Pero eso se quedó prendido entre segundos de aire y espumas de apariencias fingidas. La vida siguió su curso, porque los hermanos, la madre, los familiares que surgían de todas partes como pirañas rabiosas, todos revoloteaban con las bocas ávidas. Todos detrás de los pingajos de herencia. De lo que honradamente estaban todos seguros, nada merecía, pero para hacerle honor a la tradición de los pedigüeños, todos empujaban sus reclamos con las palabras más groseras, aún sabiendo que la única del timón era realmente doña Nona. La aguantadora y el verdadero prócer de aquella guerra a la bartola entre ella y el finadito.

Así fue como rotas las ligaduras de su pudor y de su miedo, entregó sus muslos cerúleos, sus piernas cretenses, sus extremidades etruscas al objeto de su amor. 


La hija de Plutarquito, cuando veía venir a su Rorro Galíndez se erguía ondulante, desenroscándose como una culebra ebria y el asunto prosperaba. El Rorro, pensando en que el hijo`e puta de aquel viejo, no le había dejado nada a la nenita –cosa que lamentaba- puesto que era preciso comprar unas veinte muditas onderas y comprarse ácido, que mucha falta les hacía. Y el Rorro del pastel, exigía y exigía. Que si los amigos, que si una parrandita, que una buena ponchera o un descule. Y ella, claro, como no quería perder aquel perfil egregio escapado de los mármoles pentélicos y de las áureas estelas mayas, cedía y cedía. Ya no pedía a su padre, puesto que él había cerrado la bolsa. Ahora robaba a todos, a sus tíos, a todos los familiares, a su abuela… Hasta las empleadas. Todo pasaba a diario, todo romía el aire ordinario de las cosas cotidianas, vulgares de la casona, pero una noche Plutarquito soñó a su padre. Todo pasó sin importancia, él sabía que su padre había sido golpeado por la vida de modo bárbaro., pero aquél sueño ¡Aquél Sueño! .. Y lo peor es que pasaron los días, sus hermanos entregados a sus manejos buenos, turbios o peores, su madre ostentando sus densas carnes y el manicomio tal vez le haría caso a él., pero tal vez él no le haría caso a ella.


En fin, Plutarquito empezó a ser pasto de alucinaciones, de delirios, de desorbitado frenesí y todo lo que le sucede a los que deseamos les pase lo peor cuando han tenido un padre como Plutarquito, una madre como Plutarquito, una mujer como Plutarquito y una hija como la de Plutarquito. Sus ojos ya ostentaban unos paños lagañosos, chelones, blanquiñosos de tanto no dormir al compás de sus angustias oníricas y no oníricas, continuaban los sueños. Los primeros eran difusos, inconexos, desorbitados, pero luego se fueron definiendo, apareciendo nítidos hasta que Plutarquito, desesperado, consultó una médium. Esta ni corta ni lenta le aconsejó invocar al difunto. Lo que realmente no le favoreció gran cosa, más que una serie de insultos, recomendaciones absurdas y explicaciones intrincadas sobre la mejor manera de invocar al espíritu de Pie de lana, el de Anayansi, la novia de Balboa, el de la malinche y el de la tía zenona. Aquello era más intrincado que seguir la leyenda de la flor de Amate. Total, quedó donde estaba al principio, pero Plutarquito seguía sufriendo alucinaciones, "cerebraciones" y todas las palabrejas que acuña la psiquiatría para definir lo indefinible. Sus hermanos, bien gracias, acumulando dineros para su futuro hipotético. Su mamá, acumulando carnes para otro futuro, pero éste no hipotético, sino para el batallón de parásitos necrófagos que se alimentarían algún día con sus gordos y fofos despojos en un mausoleo de mármol

Así fue como esa vez, desesperado por su insomnio, hastiado de no dormir, enloquecido de aburrimiento y embrutecido de esa vida ruin se hundió en el aire.


Su figura pesada, rechoncha y algo simiesca se movía lenta rompiendo las células de la noche, mientras su mente vomitaba todos los terrores, todas las insatisfacciones que su riqueza jamás pudo colmar a plenitud. Las nubes atravesando el valle de este a oeste abrieron un párpado. Por él apareció una luna casi ictérica para luego desaparecer dejando sola a la humanidad. Recordó a su padre, recordó su niñez, recordó muchas cosas y arrastró la vista cansada por las calles como un cangrejo.



La atmósfera estaba impregnada de vientos de viejas. El tráfico era lento, perezoso y espaciado a esa hora de la noche en que pasaban autos. Unas camionetas atravesaban la avenida como tratando de arrancar de sus gargantas de metal y chatarra un escupitajo de petróleo quemado. Un hombre en moto pasó raudo alborotando el vecindario con la pedorrera del motorcito de su aparatito. Y entonces ¡Zas! Las luces tremendas que lo encandilaron, lo atarazaron, lo hipnotizaron impidiéndole moverse, luego el cuentazo bárbaro que le hizo saltar y aflojó hasta el último enredijo de su estructura ósea, inclusive el esfínter. Le lanzaron por los aires para ir a somatarse varios metros más allá , donde al caer ya iba lanzando chisguetes de algo negro casi rojo, tal vez sangre (pero no lo podríamos asegurar) en el aire ya no se encontraba en sí, es decir, iba inconsciente. Luego un grito femenino y algo masculino. Se dijera como una soberana mentada de madre.

Algo interpretado así como

- Viejo hijo de la gran “P...", ya me arruinó el Mustang…

La voz femenina chillaba, la voz masculina madreaba al pobre Plutarquito que ronroneaba en la banqueta, lanzando borbotones de su prócer sangre a diestra y siniestra.

Llegó al fin un grupo de curiosos salidos quién sabe de dónde ni por qué motivos y le impidieron a los del carro darse a la fuga como era la santa intención del hombre del volante del soberbio y último modelo Mustang que ostentaba una cruel achatadura en la lodera delantera derecha.

Al fin salieron los ocupantes del carro y la iban a emprender contra el caído cuando los chillidos femeninos ya no fueron chillidos, fueron alaridos de una sirena a todo vapor. La resaca del dolor le devolvió el sentido de la vista y el sentido del oído a Plutarquito. Su piel trémula, sus huesos cribados se estrujaron unos contra otros. Su sangre se detuvo poco a poco y empezó a agonizar.

Pero como ya les dije, no me gusta medrar con las angustias y dolores ajenos, así que quizá no escriba su historia, porque el que se aprovecha del dolor ajeno es un desgraciado.


Fin

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